dimecres, de juny 20, 2007

“LAS CRONICAS DE SARDIA” (1ª parte)

Levantarse a las dos de la mañana un lunes para dirigirse al aeropuerto tiene poco de bueno. Más si has reservado un minicab que no aparece por ningún lado.
Pero si lo haces porque te han concedido unas vacaciones y te vas del país, la pereza se despeja enseguida.
Vivimos en el este. Eso quiere decir que nos sale más económico partir del aeropuerto de Stansted: un corto trayecto en taxi (de 30 Euros no baja la carrera), 45 minutos en el National Express (23 Euros ida y vuelta) y a embarcar en un vuelo que te ha salido más barato que ambos transportes anteriores.


Ryanair es una compañía que tiene muy buena fama. La gente la adora. Y yo no tengo idea del porqué. Me resulta difícil pensar lo necios que podemos llegar a ser los seres humanos: hay quien sufre de insomnio pensando que el billete tan sólo le ha costado un penique. Es la táctica del precio escondido. Menos mal que el gobierno británico tiene de vez en cuando ideas buenas como la de obligar de aquí a poco a las aerolíneas a publicitar los precios con tasas, cargos de emisión y otros impuestos incluidos. Al final, la broma, aún siendo barata, te sale igual o más cara que la competencia (a.k.a. Easyjet). ¿Que dónde radica la diferencia? Pues que la compañía del logo naranja es mejor en varios aspectos: sus asientos son reclinables, son más cómodos, hay más distancia entre fila y fila (lo que es de agradecer para gente de estatura media-alta), su flota tiene una antigüedad media de menos de tres años, están concienciados con el medio ambiente (se han hecho con un manojo de aviones que contaminarán la mitad amén de alargar los recorridos en diez minutos porque volarán ligeramente más despacio) y, si nos ponemos antiamericanos, compran Airbus (mientras que los irlandeses llenan el carrito de la compra en Boeing).
Hablando de los del arpa, su mejor ventaja (la de volar a aeropuertos pequeños y evitar demoras) la están dilapidando a un ritmo vertiginoso. Además, tiene el arma de doble filo: una vez en tierra se ha de tomar un autobús hacia la ciudad de destino con unos 50-100 kilómetros de por medio.

Volviendo al viaje, con semejante rigidez de asientos no hay persona (ni un contorsionista) que logre cerrar los ojos sin despertarse al cabo de poco con el cuerpo mirando al Vaticano y la cabeza a la Meca, y el cuello más estirado que la tribu aquella de los collares que tantos adeptos tiene en National Geographic.

Se ha hecho de día a las cuatro en Londres, pero la luz del Mediterráneo es incomparable. Podemos disfrutar de ella una vez levanto la persianita de la ventanilla y contemplamos la bruma del mar cerca de la costa de Sardinya (permitidme el lujo de escribirlo en sardo, que es menos cacófono que en castellano).
El avión pierde altura sin pausa y ya estamos sobre la isla. El terreno es tan árido que Sílvia y yo nos preguntamos si hemos hecho bien de elegir semejante ínsula. Se trata de Nurra, una porción de tierra que más hacia el sur se convierte en tan fértil que, Mussolini, en un ataque de originalidad, la llamó Fertilia.


El aeropuerto de L’Alguer nos da la bienvenida con el sonido de decenas de golondrinas revoloteando intentando aterrizar en el nido correcto situados en la entrada de la terminal (con el consecuente miedo a ser bautizado antes si cabe de pasar el control de pasaporte).
No es difícil darse cuenta de que se está en un país latino. Sólo cabe observar la actitud del hombre en la cabina de Europecar:

- (suena el teléfono) ¡Pronto!
- ¡Si! ¿Per quanti giorni? ¡Pronto! ¡Proontooo! ¡Stronzo! (colgando el auricular).

Llegas a hacer lo mismo delante de otros clientes en el Reino Unido y esa misma tarde estás haciendo la cola del INEM.

Nos han concedido el coche que yo deseaba: un Lancia Ypsilon. Pequeño pero atractivo. No hace falta más para navegar por las carreteras sardas.
Salimos con la ilusión puesta en la primera parada de etapa: Sassari, capital de provincia con 120.000 habitantes, es una ciudad bonita pero descuidada. Enemiga ancestral de Cagliari, buena parte de ella está situada sobre un monte. Pero poco tiene para dejar boquiabiertos a los turistas. Lo mejor es la fachada de su catedral (Duomo), la Piazza d’Italia y la universidad.





Es curioso ver cómo anuncian un par de casas de estilo gótico catalán como legado histórico.
Sudados, pero con una botella de agua fresca comprada en un colmado donde anuncian a lo grande la venta de
carne de caballo y de asno, nos ponemos en marcha hacia Castelsardo. Esta población es, junto a L’Alguer y Bosa, una de las tres más hermosas. También situada en lo alto de un montículo, es conocida por el castillo que habita en lo alto de éste. Una de las características del norte de Sardinya es que la gran mayoría de sus casas están pintadas de color rosa, naranja o amarillo pálido.





En sus orígenes, la ciudad se llamaba Castelgenovese (ya que fue fundada por los Doria de Génova), pasándose a llamar Castelaragonese (durante la dominación de la Corona de Aragón) para acabar siendo Castelsardo (benditos Savoya que la rebautizaron en honor a la población autóctona). Hoy día debería llamarse Casteltedesco, por la gran cantidad de alemanes que se pueden encontrar por sus empinadas calles.
El panorama sigue siendo desolador: hay escasez de vegetación y las playas no son muy atractivas.
Nos paramos a comer a medio camino del aparcamiento y el castillo. Los camareros se aburren y bromean entre ellos. Están acostumbrados a los turistas germanos y franceses (la cercanía con Córcega se nota en las emisoras de radio). Por eso, nos miran con curiosidad para descifrar el idioma que hablamos, tan cercano al suyo.
Unos antipasti para compartir, y una ensalada y un plato de salchichas sardas (¡huid, mentes mal pensantes!) de segundo. Es aquí donde probamos por primera vez la cerveza de la tierra: Ichnussa (nombre que recibió la isla por parte de los fenicios).
Con la barriga llena nos dirigimos al este haciendo parada en “La Rocca dell’Elefante”, una formación basáltica de origen volcánico que se asemeja a un paquidermo. Suena a broma, pero atrae a los turistas. Si no, no se comprende los cuatro tenderetes de souvenirs que yacen a un lado del camino donde venden desde licores a anillos típicos de plata, pasando por joyas de oro y coral (asociación muy, pero que muy tradicional por esas contradas) y navajas (no por nada llaman a Castelsardo “el Toledo italiano”).




Un hombre de tez morena y cabello blanco se aprovecha de la curiosidad de Sílvia para comenzar una conversación y acabar hablando en catalán. No sé yo si creerme que es de L’Alguer o simplemente un truco más para atraer a los Euros cuatribarrados, tal y como ponen en práctica con fortuna los comerciantes del Gran Bazar de Istambul. El resultado es aquél ya sabido por todos los novios o maridos de este mundo: una compra más en el haber de la pareja. En este caso, un anillo. Ruego que no le dé por los collares ya que no deseo pasearme por la segunda isla más grande de Italia con alguien que se asemeje a Mr. T.
Se nos recomienda visitar la playa de Isola Rossa de camino a Santa Teresa Gallura. Y, dicho y hecho, la disfrutamos como nunca. La costa está salpicada de rocas de color rojizo y llena de caletas de tamaño individual. Chapuzón, siestecilla, una cereza por aquí, otra por allá, y de vuelta al auto. La radio no se capta con la claridad de antes, lo que nos lleva a temer que nos hayan robado la antena (ya en casa, y revisando las fotos, comprobamos que no hubo tal desde el principio).
El paisaje se hace mucho más atractivo. Hay “macchia” por todos lados, árboles inclinados por la acción del viento que sopla por el Estrecho de Bonifacio, y centenares de piedras pulidas descampadas cada tantos metros.





Llegamos a nuestro destino ya tarde y hambrientos de nuevo, por lo que decidimos hacernos con una bolsa del snack por antonomasia: el Pane Guttiau (una variación del Pane Carasau, pan introducido por los árabes de masa muy fina, cocido dos veces, y duradero. Tanto, que los pastores se lo llevaban en sus largas transhumancias). Simplemente delicioso. Es obligatorio comentar que Sardinya era el granero de Roma durante el Imperio. Cultivan tanto que poseen más de 400 variedades de pan. Y ya lo dice el proverbio: “Chi ha pane, mai no morit”.
Santa Teresa Gallura es un pueblo de dinero. Alberga un puerto deportivo y otro comercial, y se alimenta del turismo atraído por la vecindad con Córcega y por la cercanía del Parque Nacional Della Maddelena y de Capo Testa.
Tras buscar sin fortuna alojamiento en un B&B situado en una cala de ensueño, conseguimos habitación en un hotel familiar muy bien decorado y situado en el centro de la ciudad.
La noche se antoja animada, y decidimos salir a cenar. Tras un par de discusiones (la parienta se muere de hambre pero no quiere llenar el depósito porque después duerme mal, así que me siento desorientado a la hora de decidir dónde nutrirnos) localizamos una pequeña pizzería. Ensalada para ella y pizza para mi (de lo mejor que me he puesto entre pecho y espalda). Y con mejor gusto al saber que aquella monstruosa mezcla de pan, cebolla, queso y salchicha (y dale con ello) sólo cuesta cinco Euritos de nada.
De vuelta al hotel, abrimos el balcón y disfrutamos del viento cálido que tanto añoramos. Mañana será un nuevo, y largo, día.