dissabte, de juliol 21, 2007


CRÓNICAS DE SARDIA (y III)

Comenzamos el tercer día con la misma sensación con la que se despierta un ciclista ante una difícil etapa de montaña. Estamos a punto de dejar atrás los suaves montes mediterráneos y adentrarnos en una región un tanto complicada.
Después de una charla con la “mestressa” de casa sobre la isla y la extraordinaria predisposición de sus habitantes a abandonar a sus animales domésticos en verano (algo común también en Iberia), enfilamos carretera y nos dirigimos al Golfo di Orosei. Se trata de un golfo enorme con forma de media luna, como si un meteorito gigante hubiera hecho impacto en el medio de una montaña y hubiera dejado un agujero en el cual las laderas del cráter resultante bajasen en picado hasta tocar el mar.
La carretera se estrecha y se aleja de la costa. Cada tantos kilómetros hay una salida hacia alguna de las decenas de playas recomendadas por la guía pero que, por falta de tiempo, no podemos visitar.
El primer stop es Orosei (aquellos de gran agilidad mental habrán deducido que se trata de la capital de la región). Pueblo pequeño, pero amable con el visitante. Las calles del centro están empedradas con cantos rodados de tamaño medio, lo que provoca ese sonido tan característico al hacer contacto con los pneumáticos. Aparcamos en una plaza y nada más salir del auto se nos acerca un hombre de anciana edad. Animadamente nos pregunta de dónde venimos, lo que da rienda a sus recuerdos de juventud, cuando era transportista y vivía en Turín. Se recorrió medio mundo al volante de un camión, de un barco o de un autobús. Nos explica que la población tiene cinco iglesias situadas a escasos metros unas de las otras y que cada vez más se ve inundada de turistas en época estival.
Una vez conseguimos desprendernos de él (los ancianos charlatanes son como los caramelos de toffee: agradables en primera instancia, empalagosos a continuación) visitamos una de las casas sagradas y nos vemos en la necesidad de buscar un cajero automático para poder pagar los libro en italiano que hemos decidido comprar en un arrebato literario. Al intentar sacar dinero de él se me devuelve la tarjeta, pero los Euros no salen por ningún lado. Media hora de comprobaciones dictaminan que nada ha sido cargado a mi Visa pero que he de contactar con La Caixa.
Nuestras barrigas empiezan a rugir de nuevo (mala noticia para nuestra convivencia), así que decidimos coger el compás y la brújula y dirigirnos a Dorgalí donde a buen seguro encontraremos un lugar ideal para satisfacer nuestra necesidad carnívora.
Dorgalí es una localidad de montaña (por mucho que esté a menos de 4 kilómetros en línea recta del mar). Seguimos la carretera principal hasta que mis glándulas gustativas dan con un restaurante llamado “Colibrí”. Y es que, a esas horas, cualquier pajarraco desplumado es bienvenido en mi estómago.
De primero unas setas recogidas horas antes, habas a la menta y “Casu Caentau”. Sí, sí: queso calentado. Ya os digo que, a veces, el sardo parece asturiano. Para acompañar, como no, el Pane Carasau. Cerveza de la isla y agua de un manantial cercano.


De segundo, Culurgiones (una especie de Pilmieni rusos o Pierogi polacos: pequeñas empanadas de harina rellenas de verduras y carne) y “Porcetto arrosto”, es decir, cerdo asado. Una vez separada la grasa, la carne es tierna y jugosa. Y la piel sabe a corteza de cerdo.
Como no soy yo si no como algo dulce antes de marchar, caen un tiramisú casero y una “Seada”, especie de empanada frita en aceite de oliva rellena de queso (tipo manchego) y cubierta de miel. ¡Señores! ¡Una delicia!


Para bajar tan increíbles alimentos, damos media vuelta y llegamos a la “Grotta di Ispinigoli”, cueva de dos niveles en uno de los cuales se encuentra una de las columnas más altas del mundo (una columna es cuando una estalactita y una estalagmita se encuentran y se funden en una sola formación). 38 metros de suelo a techo. El segundo nivel es de acceso restringido y es donde uno de los espeleólogos más famosos de Italia perdió la vida al caer por el abismo de 60 metros que los separa. Cuenta la leyenda que los cartagineses tiraban a vírgenes como ofrenda a sus dioses.
Es allí donde conocemos a otro anciano sardo. Esta vez somos nosotros los que nos pegamos a él y no le sacamos ojo de encima. Asombra ver cómo sus huesos de 82 años aguantan los 280 peldaños de bajada y resisten los mismos de subida. Es la segunda vez que visita la cueva y brindamos por que haya una tercera. Hombre entrañable el tal Giuseppe.
Es hora de chapuzón y decidimos acabar en Cala Gonone. Llegar hasta ella conlleva cruzar un túnel la salida del cual ofrece una panorámica asombrosa: 500 metros de montaña que caen en picado al mar. Y son estos mismos metros los que impiden que disfrutemos del sol más de media hora.





Esa noche no tenemos reservado alojamiento alguno y optamos por conquistar la capital de provincia: Nuoro. Craso error el nuestro. Se trata de una especia de Vallvidrera. Una ciudad alargada situada en el borde de un monte y de difícil acceso. Nada más llegar nos damos cuenta de algo: la abundancia de juventud que se hecha a faltar en otros lados de la isla. Jóvenes sentados en terrazas, marcando el asfalto con las gomas de sus motos, charlando en los parques, paseando por el centro luciendo ropa y cortes de pelo…parece un ejército contra la senectud. Es como si los padres de Sardinya hubieran decidido aislar a sus hijos del mundo y los hubieran encerrado en esa ciudad. Y como si éstos, aprovechando la ausencia de una figura paterna, se hubieran montado un jolgorio continuo y se lo estuvieran pasando en grande.
La atmósfera no nos convence, eso y el hecho de no encontrar dónde reposar el saco de huesos, y cambiamos Nuoro por un lugar más tranquilo: Oliena.

Vista de Nuoro desde Oliena


Se encuentra a escasos kilómetros pero es un remanso de paz y de tranquilidad. Por vez primera nos dejamos aconsejar por la guía y elegimos dormir en un alojamiento recomendado cerca del núcleo histórico.
Comemos muy bien: pasta típica sarda con azafrán y ensalada. Ésto, y el buen feeling con la camarera (algo que Sílvia traduciría como coqueteo y yo como cortesía), dan paso a una caminata por el centro para contemplar sus murales políticos.
Es aquí donde entra en juego de nuevo el precio de las postales. Si servidor pensaba que más caras no podían ser se equivocaba. En semejante pueblo alejado de las rutas turísticas me cobran nada menos que 50 céntimos por una cuyo color había sido comido por el sol. Pero valía la pena hacerse con ella. Oliena está situada a los pies del Supramonte, una cordillera de color grisáceo y de cruda belleza.

La noche es lenta en parte debido al calor (el aire condicionado empieza a emitir quejidos tres minutos después de encenderlo) y a los mosquitos.
Por la mañana damos una última vuelta por el pueblo y encaramos la recta final del viaje. Por delante tenemos más de cien kilómetros hasta llegar a la costa oeste.
Nuestra primera parada es Bosa, una pequeña ciudad medieval situada a orillas del Temo, el único río navegable de Sardinya (por sus cortos seis kilómetros).

Su casco antiguo es excepcional y cada casa está pintada de un color diferente, lo que le da un aspecto alegre.

En lo alto se encuentra el castillo de Malaspina dello Spino Secco (el nombre proviene de la familia aristocrática que gobernaba por esas contradas y cuyo nombre se traduce como “mala espina del espino seco”) y desde el cual se avista la desembocadura del río en el mediterráneo.


El camino entre Bosa y Alguer es espectacular. La carretera sube y baja y por un laberinto de montañas ofreciendo vistas de los acantilados que abundan por la zona.

Obviamente la moto no es nuestra (ni la foto)


A mitad de recorrido decidimos hacer parada y comer unos bocadillos comprados en una de las playas con aparcamiento propio (no quiero que le pase nada al coche a escasas horas de ser devuelto).
De nuevo en el Lancia, avistamos Alguer en pocos minutos. Decididamente debe de ser el lugar (con permiso de Cagliari, la cual no hemos podido visitar) más habitable. Es una ciudad de tamaño mediano a poca distancia de magníficas playas, con aeropuerto propio que conecta con ciudades como Barcelona y Londres, puerto deportivo, paseo marítimo y casco antiguo que, a veces, recuerda al Barri Gòtic.


Esta ciudad fue un caso único en la isla de limpieza étnica. Después de varios intentos por parte de Barcelona, se logró conquistar. Su población fue tan resistente y tan poco dócil que acabo siendo reemplazada por colonos catalanes. A partir de entonces, todo aquel no-catalán que se encontrase dentro de las murallas una vez oscureciese sería arrojado desde lo alto de éstas.


Y como no quiero acabar esta narración en el aeropuerto, os describo nuestro último paseo: las murallas de Alguer bañadas por el sol poniente, las aguas del mar más plateadas que nunca y detrás nuestro la catedral con su campanario de estilo gótico catalán. Lamento no poner fotos originales: se nos acabó la batería de la cámara digital.

dissabte, de juliol 07, 2007

Crónicas de Sardia (II)

El segundo día empieza bien. Muy bien. Bajamos al salón para probar el desayuno (Sílvia) y el café (yo). Pero, tal y como ocurre de tanto en cuanto, lo ofrecido tiene tan buena pinta que no se puede rechazar: croissants de chocolate, galletas de estilos variados, especialidades de la isla, embutidos y quesos…Así que decido hipotecar mi futuro hambre y empiezo a luchar por la causa. Si ya me tenía intrigado ver la cara de los propietarios al comprobar como una persona tan chiquita como Sílvia puede devorar una ingente cantidad de tales viandas, añadidle un Krmpotic´. Decididamente se deciden a no cobrar suplemento alguno por semejante gasto extra por el simple hecho de que sólo permanecemos una noche.
Para empezar a bajar la “prima colazione”, paseamos por el centro de la ciudad de nuevo (de planta reticular que, en menor grado, y en estilo diferente, se asemeja a l’Eixample) hasta llegar al confín de la ciudad donde se encuentra la imponente “Torre Espagnolo”. Y, a lo lejos, Córcega.





De vuelta a la carretera, optamos por hacer una parada en Palau para echar una ojeada a un ejemplo de típica población de la Costa Smeralda. Esta costa es conocida por ser el cobijo de la jet set italiana durante la época estival, además de por sus preciosas playas y por su cercanía con el Archipiélago Della Maddalena (conjunto de islas de inmensa belleza donde Garibaldi pasó gran parte de su vida).
El pueblo en sí (sin tener en cuenta el paisaje que lo rodea) es insípido. Las casas están todas pintadas del mismo color. Abundan los restaurantes y los puestos de souvenirs, y el puerto deportivo no tiene nada que envidiar al de Barcelona. El comercial es exageradamente grande para tal población. El tráfico hacia el archipiélago tiene mucho que ver con ello.
Es aquí donde me doy cuenta cómo se encarecen las postales según la localidad donde las compras. De los 20 céntimos de Castelsardo a los 40 de Palau (pero, estimados amigos, aquí no acaba la historia).

Salimos corriendo de allá y enfilamos carretera hacia Arzachena. Se trata de un pueblo cien por cien sardo (según la guía de viajes) aunque el nombre provenga de los colonizadores aragoneses. Es la capital del condado que posee el total de los 55 kilómetros de Costa Smeralda e, irónicamente, está situado en lo alto de una montaña.



La calle principal está interceptada por una par de plazas (una de ellas bastante acogedora) y repleta de tiendas de zapatos y de ropa (eminentemente marcas italianas). Es difícil imaginar de antemano un pueblo de tan reducidas dimensiones con tal número de tiendas de lujo (incluidas dos Benetton). Y es que los italianos sí que son víctimas de la moda…
Las atracciones más importantes de Arzachena son las tumbas megalíticas que se encuentran a unos kilómetros de ella. Al ser el número de posibles visitas tan alto, optamos por la “Tomba di Gigante Li Lolghi”. Las tumbas de gigante son una evolución de los dólmenes. Se trata de cuevas funerarias cavadas en el suelo, alargadas y cubiertas por un techo de piedras. La entrada está oculta por un conjunto de dólmenes alineados de forma elíptica coincidiendo ésta con el más grande y alto, el central. Éste, de una altura cercana a los cuatro metros, posee una pequeña obertura a sus pies. La gran mayor parte de su superficie está carvada creando una hendidura que representaba la puerta de acceso hacia el más allá para los muertos de aquella época.
La entrada es de pago y está custodiada por una chica típica sarda (pelo azabache, tez muy morena, ojos oscuros) que habla un español más que aceptable aprendido gracias a los culebrones suramericanos.



El día transcurre con tranquilidad hasta que hacemos parada en Olbia. Localidad de bonito nombre pero de horrible fisonomía. El insaciable estómago de Sílvia hace mella en nuestra moral (más que nada porque yo, al haber arrasado con el buffet del hotel, no tengo apetito alguno) e intentamos abordar un par de restaurantes cuyas cocinas ya están cerradas. Aún siendo Italia un país mediterráneo, las costumbres gastronómicas son más parecidas a aquellas de Europa Central que a las de España. Así que a partir de las 3 de la tarde tan sólo te encuentras con bocadillos.
Como Sílvia está más que harta de comer pan en Inglaterra, se niega en redondo a hacerse con un “tramezzino”. De esta forma, continuamos hasta San Teodoro donde se come un helado que enfría su malhumor.
Todo este tramo de playas está orientado hacia la Isola di Tavolara (la Isla de la Mesa), a escasos kilómetros, donde se encuentra una impresionante masa rocosa de casi 600 metros de altura que ocupa el 88% de ésta.



Las dos horas reglamentarias de sol y playa pasan rápidas (puede que el hecho de que me las pasara durmiendo tuviera algo que ver).

Acabamos el día en Posada, en un bed and breakfast que había reservado con antelación. Pero, como el tiempo no pasa en vano, y menos para mis neuronas, la habitación está a mi nombre el día siguiente. Craso error el mío. Aún así, tenemos la suerte de que a la patrona le va mejor que pernoctemos esa misma fecha.La habitación no es la más acogedora ni la más bonita, pero vale la pena pagar los 50 Euros que cuesta por la vista panorámica que se tiene desde la terraza. La casa está situada en lo más alto de un monte en las afueras, desde el cual se otea el pueblo (encaramado a otro monte cercano) y la playa.

Se trata de una de las vistas más impresionantes de Sardinya.